martes, 20 de noviembre de 2018
La precariedad no es “cool”. La pobreza no es “trendy”, por Carmen Alemany Panadero
En los
últimos años vengo observando un cambio en el discurso sobre el empleo.
El cambio está en los medios de comunicación, en diversos blogs, en las
redes sociales y en la calle, y parece traer consigo una nueva forma de
entender el trabajo y las relaciones laborales. Según esta innovadora
tendencia, los trabajadores ya no son precarios: ahora son flexibles,
aventureros, se adaptan a su entorno y son creativos. Tener un empleador
estable resulta obsoleto y aburrido: ahora los profesionales son freelance.
Cada día trabajan en un proyecto diferente, adaptándose alegremente al
cambio. Eso permite tener una carrera profesional variada, interesante, y
poner en práctica todas sus habilidades, según dicen.
Un trabajo con contrato y con derechos laborales es cosa del pasado. “Los jóvenes millenials ya no quieren eso”, repiten en los medios numerosos analistas económicos. “Este el trabajo del futuro”,
dicen. En el futuro, los trabajadores serán flexibles y adaptables,
trabajarán cada día para un empleador diferente, realizarán largas
jornadas por bajos salarios, pero la empresa tendrá sillones para relajarse, mesa de ping-pong, buen talante, y decoración de vanguardia. A eso se le llamará “salario emocional”.
Los espacios de coworking han
proliferado en las grandes ciudades. La mayoría de sus usuarios son
autónomos, emprendedores que muchas veces no lo son por vocación sino
por necesidad. Sin pretender desmerecer las conexiones personales que se
puedan generar en estos espacios, llama la atención su aire cool, moderno y juvenil, en contraste con la precaria situación laboral de muchos de sus ocupantes. Una encuesta del INE (2017)
recoge las principales preocupaciones de los autónomos en España:
dificultades de financiación, falta de clientes en algunas épocas, falta
de ingresos en caso de enfermedad, períodos de precariedad financiera,
impagos de los clientes o retrasos en los pagos. Ser autónomo no es un
camino de rosas. Incluso en los períodos de falta de ingresos tienen que
seguir abonando la cuota de autónomos, el despacho o local de coworking y
todos sus gastos. Sin embargo, el aura de modernidad y glamour de estos
locales, no siempre permite ver esta realidad. La mayoría de las webs
de los espacios de coworking hacen referencia a “trabajadores nómadas” (un neologismo cool para
definir a trabajadores en situación precaria, que van de un proyecto a
otro), “oficinas de diseño a precios asequibles” (compartir gastos para
sobrevivir mes a mes), “innovación” o “creatividad” (busca soluciones
debajo de las piedras para buscarte la vida y no tener que cerrar el
negocio), “ambiente moderno y desenfadado” (dando importancia a lo
accesorio sobre lo esencial).
Esto no quiere decir que no tenga ventajas
compartir los espacios, por supuesto que las tiene. Es obvio que al
compartir oficina se reducen los gastos, disminuye el aislamiento y
pueden (aunque no siempre) crearse conexiones interesantes entre
personas. Pero eso no nos debe hacer perder de vista las condiciones de trabajo de muchos de sus usuarios.
Algunos emprendedores han dado un paso más, creando espacios de co-living.
Esto viene a ser como un piso compartido, habitado por emprendedores
que viven y trabajan en el mismo espacio y comparten gastos. Este artículo de El Mundo
lo define como un “concepto rompedor”, aunque no es muy diferente de lo
que hacíamos muchos jóvenes hace unos años, compartir piso con otros
jóvenes por no poder afrontar los gastos de una vivienda en solitario ni
cubrir los gastos básicos. Aunque la idea de co-living parece rodeada de un aura juvenil y cool,
encubre situaciones de pobreza, salarios bajos que no logran cubrir los
gastos, dificultades para acceder a la vivienda, precariedad laboral,
falta de derechos laborales, e incapacidad de independizarse sin
compartir vivienda.
Entre las nuevas tendencias, se encuentra el job-sharing,
esto es, el trabajador comparte su puesto de trabajo con otra persona, y
también el salario. Para la empresa, es obtener dos empleados por el
precio de uno. Para el trabajador, únicamente permite recibir parte de
su salario, lo cual le obliga a “ser flexible” y “ser un nómada” con
varios trabajos a tiempo parcial, trabajando de forma precaria y
parcheada. Algunos llamarán a esto una portfolio career. Para poder sobrevivir con esos salarios, algunos ya practican el nesting
(del inglés “nest”, nido), que significa quedarse todo el fin de semana
en casa, pues resulta más económico que acudir a actividades de ocio, y
el wardrobing, que consiste en compartir ropa. La vivienda puede ser compartida en co-living
o puede tratarse de un “pisito chic” de 30 metros, con un
aprovechamiento milimétrico del espacio. Sin embargo, vivir hacinados en
espacios extremadamente pequeños, o compartir piso durante años (y no
solo mientras se es joven), lejos de ser glamuroso, genera estrés.
Algunas
empresas han popularizado el concepto de “salario emocional”. Consiste
en la idea de que la nómina no lo es todo en un trabajo, y que hay
algunos aspectos más allá del económico que pueden hacer que el empleado
trabaje feliz y retener talento. Algunas conocidas empresas tecnológicas
han instalado hamacas, sofás, mesas de billar y futbolín, golosinas y
comida gourmet, gimnasio, mobiliario a la última y cultivan un ambiente
alegre y desenfadado. Lo cual estaría bien si no fuera porque a cambio,
trabajan de sol a sol y sin horario, no salen de la oficina hasta altas
horas de la noche, incluso en fines de semana, y no tienen apenas tiempo
libre. Además, en estas empresas quejarse es impopular, al disfrutar de
tantos servicios y privilegios. Es cierto que hay factores que pueden
hacer que las personas trabajen más a gusto… pero esto no debe ser
moneda de cambio para eliminar los derechos laborales, un horario
racional y un salario digno. El “salario emocional” no puede utilizarse
como estrategia para tener esclavos agradecidos.
La
“economía colaborativa” surgió en 2010, basada en una serie de ideas y
principios: servicios económicos para el usuario, colaboración mutua,
empoderamiento de los ciudadanos, compartir bienes o propiedades
infrautilizadas, desaparición de intermediarios… En los últimos años,
han surgido numerosas plataformas como Glovo, Deliveroo o Uber, en las
que la supuesta libertad en el trabajo y flexibilidad de horarios
ocultan otra cara menos amable: la precariedad extrema y la pobreza de
sus trabajadores. Con el tiempo, esta “economía colaborativa” ha ido
recibiendo nombres menos inspiradores, como capitalismo de plataformas
(Srnicek, 2018) o Gig economy. El pasado verano nos encontramos con esta noticia
en El Confidencial, sobre un joven repartidor de Glovo que dormía todas
las noches al raso. Su exiguo sueldo no le permitía dormir bajo techo.
Los repartidores apenas cobran tres euros por pedido entregado, tienen
que pagar ellos mismos 2 euros quincenales para utilizar la app y poder
hacer su trabajo, no cuentan con seguro de accidentes, no disponen de
derechos laborales básicos, como bajas laborales o vacaciones pagadas, y
deben pagar su propia seguridad social. Varias sentencias judiciales
han condenado a empresas como Glovo y Deliveroo por considerar que
estos trabajadores no cumplen los requisitos para ser considerados
autónomos, y que encubren de forma fraudulenta puestos de trabajo por
cuenta ajena. Sin embargo, también se han emitido sentencias judiciales a
favor de estas empresas, ya que la legislación actual no fue pensada
para este tipo de empleos y existe un vacío legal. Actualmente el
Parlamento Europeo está estudiando la posible regulación de estas
plataformas para evitar la explotación laboral y los abusos.
Por su parte, un grupo de trabajadores de estas empresas han constituido la Plataforma RidersxDerechos,
a través de la cual denuncian su situación, la pobreza, la precariedad,
y su condición de falsos autónomos. Además, estos trabajadores han
creado la cooperativa Mensakas, para continuar trabajando como repartidores de comida, pero esta vez en condiciones dignas y promoviendo el trabajo ético.
No
pretendo decir que la innovación o el diseño de nuevas fórmulas para el
empleo sea necesariamente algo negativo. Innovar está bien, crear
nuevas fórmulas está bien, crear espacios de trabajo acogedores o
modernos está muy bien. Pero es preciso actuar con prudencia para no
perder derechos sociales y laborales. El “salario emocional” puede ser
un valor añadido, pero no debe sustituir a los derechos laborales.
Compartir piso puede ser una solución temporal, pero no puede sustituir a
una política de vivienda que proteja los derechos de las personas.
Emprender puede ser una buena solución para aquellas personas que tienen
vocación de emprendedores y capacidad para ello, pero no como solución
para todo el mundo, y desde luego, no como sustituto de las políticas
públicas de fomento del empleo.
El lenguaje tiene el poder de dar forma a nuestra percepción de la realidad. Co-living, coworking, portfolio career,
economía colaborativa… todos esos neologismos de resonancias
innovadoras y transformadoras esconden algo más. Las sociedades
evolucionan e innovar es necesario, pero siempre con unas políticas
públicas que protejan los derechos de las personas. Porque de lo
contrario, nos podemos encontrar con que evolucionemos en materia
tecnológica y en la creación y diseño de nuevas fórmulas, pero a costa
de regresar al medievo en derechos sociales y laborales.
Fuente: Carmen Alemany Panadero
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